domingo, 3 de febrero de 2008

La Florida, en los orígenes de "lo cubano"

La Florida, en los orígenes de lo cubano

—I—
La isla de Cuba, hacia los años finales del siglo XVI se estrenaba como factoría. Desde 1511, fecha en que el Adelantado Diego Velázquez comienza la conquista, hasta 1770, cuando se inicia la transformación de factoría en colonia, con el gobierno progresista de Don Luis de las Casas, irá potenciándose el desarrollo económico y social. En las décadas iniciales del siglo XVI se establecen las primeras villas y se produce una notable migración de peninsulares a estas tierras. Aquí el oro andaba a ras del suelo y la naturaleza podía ofrecer sustento a sus habitantes sin necesidad de cultivo, según la leyenda creada por Cristóbal Colón y que agigantan los europeos esperanzados en una vida próspera, lejos de la pobreza y la opresión de las clases que se encumbran cada vez más mediante su linaje o fortunas debidas al comercio y al desarrollo burgués. En 1511 es creada la primera población de Cuba, Baracoa; en 1513, Bayamo; luego vendrán Sancti Spíritus, Trinidad, Puerto Príncipe, La Habana y Santiago de Cuba, durante 1514. Sin embargo, luego de la muerte de Fernando el Católico, quien intentó extraer grandes riquezas del Nuevo Mundo para costear los gastos de su reinado, y con la coronación en 1517 de Carlos V, más interesado en ganar ventaja a otras potencias europeas extendiendo la conquista, varios centenares de aquellos primeros pobladores marchan a expediciones como la de México, que lidera Hernán Cortés, dejando la Isla prácticamente despoblada.
Pronto se vería, sin embargo, que tales campañas militares no siempre acarreaban glorias, y varios hidalgos y caza fortunas preferirán la paz de la soporífera colonia caribeña a los riesgos de las expediciones. Va acrecentándose entonces el desarrollo de la economía en Cuba, con la introducción del ganado ante la merma de las minas de oro, metal que pronto quedará prácticamente agotado. Aunque pasarán algunas décadas para que los últimos encomenderos se dieran por vencidos, luego de diezmar la débil población aborigen forzada a trabajos, en un destino que clausuraba su pasado casi paradisíaco.
El comercio de “criollos” y españoles radicados en la Isla con las potencias europeas enemigas de España, desde finales del XVI creció y contribuyó al enriquecimiento de los primeros habitantes. Entonces arriban a nuestras costas hombres de mayor cultura, artesanos, orfebres, carpinteros ebanistas, cocineros, religiosos… En 1526, Carlos V dispone el envío de indígenas a España para convertirlos en maestros y que cumplieran una labor educativa al regresar a las Antillas. Jóvenes criollos, de familias con suficientes recursos, marchan a estudiar a la península; se crean seminarios y escuelas, especialmente por las órdenes de los jesuitas, franciscanos y dominicos. Por fuentes históricas sabemos que a comienzos del siglo XVII existían ya en La Habana “un lector de filosofía, tres catedráticos y un regente en un colegio de franciscanos”.[1]
Es previsible que en medio de la ebullición cultual, surgieran escritores aficionados, poetas o cronistas de la época; sin embargo, hasta el momento los esfuerzos por ubicar textos escritos durante los siglos XVI y XVII no han mostrado antecedentes al Espejo de Paciencia, descubierto en el siglo XIX por el historiador del “círculo delmontino” José Antonio Echeverría y escrito supuestamente en 1608. Tampoco existen notables alusiones a la Isla y las costumbres de sus habitantes, con excepción de las realizadas por el propio Adelantado Diego Velázquez en sus Cartas de Relación sobre la Conquista de Cuba o las del Padre Las Casas y otros cronistas de Indias, a su paso por las Antillas.
Es en este contexto que arriba a nuestras costas, directamente en la Villa Primada, Baracoa, donde plantara Cristóbal Colón la Cruz de la Parra, un viajero de nombre Alonso Gregorio de Escobedo, confesor de la orden de San Francisco procedente de la provincia de Andalucía, quien a su vocación religiosa sumaba una notable inclinación literaria. Cierto que no era un poeta, pero sí un hombre culto, tenaz y talentoso, que se empeñó en reseñar su viaje hacia La Florida de forma fidedigna, para mejor servicio de sus contemporáneos y de la posteridad. Eligió la poesía y llegó a componer, con éxito irregular, 138 octavas reales que suman más de veintiún mil versos. Después de tanto trabajo, parece que hubo entusiasmo con la idea de “dar a la luz” la magna obra y algún éxito tendrían en tales menesteres puesto que el manuscrito que de esta se conserva, presenta las evidencias de ser un texto en “proceso editorial”, con el orden acostumbrado de introducción, sonetos de alabanza al autor y demás etcéteras necesarios para ser llevado a la imprenta.
Mala suerte tendría el bueno de Fray Alonso, porque otros con menos talento y orden, y hasta más páginas, lograron su sueño de tintas multiplicadas, en cambio, él no. En los casi cuatro siglos que han pasado desde entonces, tal empresa editorial no ha sido posible. Será cosa de la mala estrella…
Por eso lamento que este comentario solo preceda una parte de dicha obra, al menos la parte que más concierne a los cubanos, y espero que algún día el texto íntegro de La Florida se publique, hecho realidad multiplicada por obra de la imprenta o de Internet. De momento, quisiera anotar que aunque recientemente se anunció el descubrimiento del manuscrito en la Biblioteca Nacional de España, con sede en Madrid, son varios los estudiosos que conocían de su existencia y valores, lo que demuestran los trabajos realizados por Maynard Geiger, en 1934; Fidel Lejarza, en 1940; Geiger, en 1940; Gregory Joseph Keegan y Leandro Torno Sanz, en 1948; Ignacio Omaechevarría, en 1948; J. Rus Owere, en 1962; y finalmente Álvaro Salvador y Ángel Esteban, en sus notas a la edición de los dos fragmentos cubanos de La Florida anexados a la Antología de la poesía Cubana, tomo 1, de José Lezama Lima, que publicó en 2001 la editorial Verbum, radicada en Madrid y dirigida por el escritor Pío E. Serrano, quien autorizó reprodujésemos dichas secciones para que sean conocidas por los lectores y especialistas de la Isla.[2]
Desde el punto de vista temático, los fragmentos cubanos de La Florida nos ofrecen un vitral diverso y algo idílico de la vida en nuestra Isla. Se menciona al criollo[3], valiente cual los hombres de Castilla, al decir de Escobedo; abundan las alusiones a la naturaleza, la economía ganadera, las prácticas religiosas de los aborígenes, entre otras referencias de notable interés historiográfico. Pero además, junto a la visión un tanto romántica e idealizada de la realidad, que sería tan recurrente en la literatura hispanoamericana, estas octavas reales presentan otros tópicos de nuestras letras, como la mirada de lo real-maravilloso americano y cierta tendencia al barroco, a pesar de su estilo neoclásico, marcada por la necesidad de describir ambiente tan diverso por su naturaleza y la convivencia de disímiles prácticas culturales.
El poema, estilísticamente, presenta los defectos típicos de una obra escrita por un versificador demasiado urgido por la cotidianidad, preocupado por hacer una crónica fidedigna de su viaje, que acumula adjetivos e intercala largos sermones religiosos, pero es capaz de lograr dinamismo y buen ritmo en algunos pasajes, lo que demuestra su conocimiento de la retórica y de la versificación. En una línea reconoce sus limitaciones artísticas al referir que la obra está compuesta: “con lengua ruda y verso mal limado”[4].
Acerca del estilo podemos decir incluso que en demasiadas ocasiones la estructura de la pieza resulta caótica, hay historias intercaladas que hacen perder el hilo conductor del relato y una notable falta de unidad, que denota la carencia de un plan para la obra y descuido en la revisión. En sus sermones a los indios, Escobedo intercala refranes y aforismos de la tradición hispana y no pocos latinajos y referencias clasicistas, que seguramente no usó en sus “pláticas” —como él mismo las llama—, o prédicas, a los aborígenes. En la nota introductoria a la publicación de estas secciones anexadas a la antología de Lezama, se advierte: “Según indica Bartolomé José Gallardo en su bibliografía, por el tipo de letra [del manuscrito] se nota que es un texto renacentista. Además, lenguaje y estilo se muestran netamente clasicistas, lejos de la intensidad cultista y tropológica del Barroco.”[5]
El interés como cronista o historiador de Fray Escobedo no lo conducen a la indagación y reflejo de datos exactos sobre los hechos que relata, ya que en la obra no menciona ni siquiera la fecha en que salió de España, los nombres de los barcos en que viajó, si aprendió el idioma de los aborígenes, la ubicación de los asentamientos y ciudades que visitó, las distancias recorridas…, en fin, solo el espectáculo de la vida diaria, que lo atrae y que usa como pretexto para moralizar sobre las costumbres de los nativos, las prácticas religiosas y sexuales.
En su trabajo sobre La Florida, el hispanista J. Rus Owre nos advierte de aquellos valores de la obra que, a pesar de sus omisiones y defectos, señalan su importancia para historiadores y estudiosos de la literatura y la cultura en el Continente:
Si se le conoce hoy día a Escobedo, es como historiador y no como poeta. Escribe de lo que él mismo vio, y de lo que otros le contaron, con una veracidad y un cuidado al parecer admirables. Nos dice adonde fue, cómo y con quién. Nos describe al indio —su ropa, su comida, sus deportes, su manera de cazar y pescar, su casa, su religión, su vida sexual—. Habla de la tierra y del mar, y de sus productos: árboles, vegetales, frutas, animales, peces. Aún nos da un esbozo de la vida criolla en Cuba y en la Isla Española. Siempre insiste en que podemos confiar en cuanto nos dice. O él mismo lo vio, o nos certifica que se lo contó a él una persona digna de fe.
Aunque, quizás en su afán versificador, Fray Escobedo olvidara presentarnos referencias cronológicas de su viaje y sobre la fecha de composición del poema, por una mención que hace a que acaba de morir el rey Felipe II (lo que aconteció en 1598), es posible suponer su escritura entre 1598 y 1600. De modo que estamos ante el primer texto poético con notables referencias temáticas a Cuba, ya que si bien Juan de Castellanos en sus “Elegías de Varones Ilustres de Indias” (Madrid, 1589), dedicó su Elegía VII al “Elogio de Diego Velázquez de Cuellar,” Adelantado de la Isla de Cuba, sus notas sobre Santiago y el ambiente que rodeaba al ilustre conquistador, son apenas un par de versos.
Que sepamos hoy, el primer hombre que escribió sus impresiones sobre estas tierras fue Cristóbal Colón en su célebre Diario, del que solo se conserva el extracto del Padre Bartolomé Las Casas, quien asimismo sería uno de los cronistas más importantes de la vida en las llamadas “Indias Occidentales”, junto a Bernal Díaz del Castillo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Antonio de Herrera y otros que refieren hechos históricos de aquellos años iniciales de la conquista y colonización en las Antillas. Tales documentos resultan valiosos para nuestra historiografía literaria, ya que relatan acontecimientos, hechos heroicos y costumbres, por los cuales podemos comprender la conformación de nuestra identidad.

—II—
Los fragmentos cubanos de La Florida no pasan de unas doce páginas en el manuscrito original, del folio 199 al 211, y constituyen la parte final del canto segundo de la segunda parte y las secciones tituladas: “Contiene este canto la promesa que hicimos en la tormenta. Estuvimos algunos días en la villa de Baracoa de la Isla de Cuba y en ella vi las cosas notables siguientes” y “Contiene este canto cómo navegando nuestra gente a La Habana, salió una lancha de franceses para robarnos y cómo un hombre de Canarias, con pocos amigos, se levantó con dos naves inglesas”. Eran tiempos de piraterías, pugnas entre potencias coloniales y heroicidades, solo que en vez del héroe negro Salvador Golomón, que unos años después nos presenta El Espejo de Paciencia (1608), aquí se trata de un isleño de Canarias.
Las dos primeras octavas reales en que se hace mención de Cuba, que también era conocida como La Dorada por sus yacimientos de oro, están referidas al avistamiento de Baracoa. Señala Fray Alonso que no son muchos los pobladores de la villa pero sí sus riquezas, dirá: “que, aunque pobre de gente, no lo es de oro”.
El canto siguiente hace alusión a la estancia en Baracoa y se inicia con el cumplimiento de una promesa realizada en medio de una tormenta, de celebrar misa si llegaban sanos a puerto; y a la hospitalidad de indios y españoles para con los viajeros:
Las misas se dijeron, y cumplimos
lo que se prometió en el mar airado;
en Baracoa juntos estuvimos
con mucho regocijo y desenfado;
mil regalos y gustos recibimos
del belicoso indio y fiel soldado,
pero primero que salí del puerto,
diré lo que vi allí, es caso cierto.
El panorama que nos ofrece es de indudable valor histórico, puesto que resulta un observador acucioso sobre las costumbres y riquezas de nuestra Isla. Hoy sabemos que la explotación de las minas de oro por parte de los colonizadores fue despiadada y agotó prácticamente este recurso. En cambio, entonces eran famosos los yacimientos del preciado metal, leyenda que atrajo a decenas de españoles y que se encarga también de propagar Escobedo: “porque hallarán en ella minas de oro/ que tiene cada una un gran tesoro”. No le falta entusiasmo para promover el mito sobre la fortuna inusitada que podía reunirse en las Américas, al tiempo que nos habla de que ya los indios van escaseando y por eso varios colonizadores han traído negros —más fuertes y rendidores que los nativos— para la explotación de las minas y la obtención del oro en los ríos de Cuba:
El capitán Vizcardo, lusitano,
de doce negros fuertes se servía,
que en las aguas que corren al Océano
sacaban grande suma cada día;
por caso averiguado, cierto y llano,
toda la negra gente le ofrecía,
de sol a sol, cuarenta y más ducados
de oro fino en plata conmutados.
Es consciente de que el maltrato a que los conquistadores sometieron a los aborígenes fue la principal causa de su exterminio, pero se asombra ante la rebeldía de algunos nativos que prefieren la muerte a vivir esclavos: “aunque el varón más fuerte desconcierta;/ por tener por mejor el indio activo/ poner fin al vivir que ser cautivo”.
La riqueza de la Isla, ya lo predecía Colón, no será solo en metal dorado, también en su flora, la barroca vegetación y la abundancia de frutos que asombran al viajero, “mucha copia de frutas y comida”. Hace un aparte que considero especialmente valioso, para explicar el proceso de la confección del casabe, luego de la siembra y cultivo de la yuca.
El ver sembrar, coger y hacer cazabe,
al más sabio suspende y más discreto;
su gusto no es cual nuestro pan suave,
el de Castilla en todo más perfecto;
el de las Indias, a madera sabe,
que de toda pobreza es vivo objeto;
mas sirve como pan este sustento
en las Islas que están a Barlovento.
Escobedo nos hace recordar enseguida el viejo adagio: “Cuando no hay pan, se come casabe”.
De indudable valor es su relato sobre la siembra y recolección de la yuca, para la posterior elaboración del necesario alimento que ha venido a sustituir el pan por la escasez de trigo y a resolver un problema en la dieta de los habitantes de la Isla. Anota que una vez recolectada la yuca, se procesa: “Lávanle con grandísimo cuidado/ dejándole cual nieve en su pureza;/ con cueros de libica, un mal pescado”. Después de rayada la masa blanca y cruda es puesta a curar en “calzas de la palma fabricadas,/ y haciendo dellas a la horca”. Es decir, en una especie de largo tejido confeccionado con hojas de palma al cual servía de contrapeso alguna piedra, de manera que pudiese escurrir el líquido, ya “que sale un agua clara y venenosa,/ que morirá quien della beber osa”.
El proceso culmina con la cocción al fuego, en una especie de marmita, y el secado al sol:
Después que toda el agua fue estilada,
un gran lebrillo ponen en el fuego,
y en el suelo una hornilla bien labrada
porque se cuaje el cazabe luego;
y siendo cada torta bien tostada,
porque la lumbre no le da sosiego;
y puesta al sol después de bien cocida,
durará largo tiempo esta comida.
Otra ventaja del cazabe sobre el pan, a pesar de su sabor “a madera”, será que una vez elaborado resistirá los rigores de las temperaturas tropicales y de largos viajes. No obstante, Fray Escobedo, tan arraigado en sus costumbres, tan español, a diferencia de un Zequeira o de un Rubalcaba que hacen el elogio de los frutos de Cuba en detrimento de los europeos, añade que “comparado con el trigo, es puro lodo,/ porque daña al que come las encías;/ ponen descomunión al que comiere,/ si agua junto a sí no la tuviere.”
Pero, esa misma mirada de europeo nos dará regalos de asombro y señalará lo real maravilloso americano de nuestra flora. Sobre el Árbol Nacional de Cuba, expone:
No son cual los de España los palmitos,
son palmas de diez brazas en altura,
que los que cortan quedan tan aflictos
que suelen quitar la vestidura;
guardan en la dejar antiguos ritos,
imitando a los indios de cordura,
que para trabajar se despojaban
porque el vestido con sudor manchaban.
No faltará tampoco su elogio a las frutas endémicas:
Guayaba vi infinita, que madura,
es su comer dulcísimo y sabroso;
y plátanos maduros de dulzura
que tienen el sabor maravilloso;
y piñas, cual del pino su figura,
que quien las come queda tan gustoso
que de fruta el sabor más regalado
dejará de comer este bocado.
Exalta a la piña como una de las maravillas descubiertas en América. Nos refiere que vio plantaciones de limas, toronja y limones, enormes sembradíos de naranjales, en campos y montañas, “cada naranja como una cabeza”. Pone en paralelo al mamey con el melocotón: “Comerá del mamey, fruto gustoso,/ a los melocotones comparado,/ colorado cual ellos y oloroso”; y propone un símil, a mi modo de ver infeliz, para describir al aguacate: “aguacate es comida regalada/ cual manteca de vacas extremada”.
Quizás Escobedo no vio grandes ríos antes de llegar a América, porque se asombra de la fuerza de uno de los nuestros, sabemos que poco caudalosos: “ver la fuerza del río es maravilla,/ cuyo rápido curso es inhumano”. ¡Inhumano! Buen adjetivo para la fundación de lo real-maravilloso y del imaginario mítico en nuestra literatura.
La hospitalidad ha sido otro de los blasones del cubano, que se encarga de reseñar nuestro poeta-cronista:
No se gasta dinero en el camino,
en todas partes da buena comida,
nunca falta ternera de contino
que comerla en verano da la vida;
agua fría se bebe que no hay vino;
la gente es dadivosa y tan cumplida,
que da con mucho gusto lo que tiene
al caminante que a su casa viene.
Se come bien y sin pagar… ¡Vengan señores vengan! Solo debo advertirles que no hay vino en estas mesas, pero sí “agua fría”, ya les dije que tampoco pan, sino casabe…
Aparece, por fin, el criollo, hospitalario para con los visitantes, al punto de regalar riquezas y pobrezas, no en balde “por su señora tiene a la largueza”. Leemos:
Aunque nuestro español vaya de paso,
le darán diez caballos con presteza;
ningún criollo muestra en ser escaso,
por su señora tiene a la largueza,
y si llegan diez huéspedes acaso,
lo regalan y dan de su pobreza
un día, dos, y diez, cincuenta o ciento,
y les sirven con gusto y gran contento.
Parece que ya entonces el fomento de la ganadería daba buenos resultados, porque las alusiones a las manadas que se reproducían solas en medio de los bosques, abundan en este canto. Especialmente en el caso de los caballos, anota:
Críase de caballos muchedumbre,
por ser la tierra opulenta y gruesa,
y tienen los isleños por costumbre
cazarlos en la selva más espesa…
Conocedor del esfuerzo que se necesita en España para lograr la reproducción y el cuidado de briosos corceles, admira que aquí, sin cebada ni otro alimento especial, haya sido posible fomentar una población de equinos numerosa y de tanto vigor.
Admírame de ver que sin comida
caminan con crecida ligereza,
pues cebada no vieron en su vida
y no dan muestra alguna de flaqueza;
comen la yerba sola que hay crecida…
El milagro de la multiplicación de panes y peces gracias a los prodigios de la naturaleza americana queda explicitado con entusiasmo poco religioso en lo referido a la fecundidad de los caballos, convertidos todos en garañones por obra de los siguientes versos: “es padre cada cual de una manada/ de más de treinta yeguas numerada”.
Interesante resulta el relato de los entretenimientos o juegos de españoles y nativos, como el de atravesar el río a nado, a riesgo de perder la vida en el torrente o el de salir a lidiar toros.
Vi salir por dar gusto a nuestra gente,
la de todo aquel pueblo cabalgando
a buscar algún toro diligente
que muestras de braveza fuese dando;
topamos uno acaso, de repente,
y a él salió un jinete de mi bando,
y por estar la tierra algo mojada,
diré lo sucedido en la jornada.
Gracias a la pluma de Escobedo, nuestros criollos parecen héroes de epopeya, caballeros valerosos que se enfrentan a criaturas salvajes, cual San Jorge batallando contra el Dragón. En una descripción cinematográfica, relata el duelo entre “el bravo criollo” y “el toro fiero”. Haciendo una alusión clásica, proclama que los criollos “merecen bien la honrada silla/ que Marte suele dar al que más ama”. El valor temerario de estos hombres es causa de gran admiración y orgullo, de ahí que eche mano a un refrán para mejor explicitarlo:
¡oh valor de criollo a maravilla!
De buena cepa nunca mala rama;
si vuestro abuelo y padre fue valiente,
vos lo mostrastes ser a nuestra gente.
Tan abundante es la población de reses y tanta riqueza produce el floreciente comercio de cueros, que los jinetes se divierten dando caza y matando toros criados en manadas salvajes, para demostrar su valor, y solo toman de ellos el sebo y los cueros, abandonando la carne a la rapiña de las auras, a quien Dios parece haber encomendado el saneamiento:
Si el aura yacarera en reses muerde,
es porque Dios eterno se lo manda,
para que quede limpia aquella tierra
y el corrompido viento no dé guerra.
La naturaleza de la Isla es del todo deslumbrante y glorificadora de la obra divina. Hace mención el viajero de los bosques, que ofrecen su sombra a través de cualquier camino (“es tan grande la espesura/ que no pueden los rayos del Oriente,/ con sus doradas hebras de hermosura/ bañar el duro suelo de Occidente”); anota que el “copado seibo” es el árbol más alto, razón por la que ningún otro podría hacerle sombra; habla de la “dama agua” y sus utilidades…
En el canto siguiente, Escobedo insiste en la diversidad y bondades de nuestros bosques, que comienzan a ser talados y vendidos en Europa. “Del ébano que a España traen, preciosos” dice que vio una lanza “de tanta altura/ que tuvo treinta pies el palo hermoso”, guardado para obsequiarlo “al duque de Medina”. Es esta otra posibilidad para el comercio, ya que los marineros pagan “por el quintal” de maderas “cuatro reales en lienzo o en dineros”.
Portentos no faltan a la vista de nuestro Marco Polo deslumbrado, quien aprovecha cualquier oportunidad para transmitir a sus lectores los conocimientos que va adquiriendo en la aventura. Flora y fauna no parecen enteradas de la creciente presencia de los conquistadores que terminarán asediándolas y agotándolas. Tal es el caso de las tortugas que van a la playa a poner sus huevos en la arena, según una costumbre milenaria:
Vide salir del mar la gran tortuga,
más ancha que la más ancha rodela,
del agua sale a tierra haciendo fuga
que ninguna de muerte se recela;
en abriendo de popa una verruga,
a la playa su parte le revela,
y en ella de una vez por cierta cuenta,
deja de un hoyo huevos más de treinta.
Al igual que otros cronistas y misioneros de la época, el Padre Escobedo se interesa por las costumbres y prácticas religiosas de los aborígenes; y como la mayoría de estos los acusa por sus hábitos paganos:
Anduve por saber con entereza
los dioses que los indios adoraban,
y supe de los viejos con certeza,
que al Demonio envidioso respetaban,
y que solían guardar una simpleza,
que al difunto comida le llevaban
un año sin faltar un solo día,
porque a comer el mísero venía.
La reverencia por los muertos queridos, tan arraigada en nuestra cultura, en que se alienta la resignación mediante el recuerdo y cuidados como llevarles comidas a las tumbas, es práctica conocida en varias civilizaciones, fundamentalmente orientales, pero también existía en las Antillas. Esta octava del poema nos sirve para ejemplificar cómo han perdurado en Cuba ritos de los aborígenes que luego se atribuyeron a influencias africanas o asiáticas.
¡Cuánto más útil nos resultaría el relato de Fray Escobedo si hubiese tratando de recoger las leyendas y cosmogonías de los nativos! Pero las notas que ofrece, matizadas por su religiosidad y tamizadas por los relatos de los indios conversos y doblegados al yugo de los colonizadores, no dejan de ser interesantes:
No cantaré de sus costumbres y ritos;
de sus dioses diré distintamente
que adoraban que son casi infinitos,
locura grande de tan ciega gente…
En el poema, Escobedo tendrá ocasión de sermonear al “infiel indio ignorante” que a riesgo de su perdición: “adoraba del sol el rayo ardiente”, de la luna “la belleza”, “del lucero claro la hermosura”, “el trueno cuyo estrépito es terrible”, el arcoiris, las estrellas… Aunque acaso Dios estuviese en cada una de sus creaciones y por eso el hecho de que reverenciaran el mar, el cielo, la tierra, “de la menuda arena los montones”, entre tantos otros elementos naturales, no revelaba paganías demoníacas sino sencillez y reverencia por la hermosa tierra que también cautiva al viajero español.
Enjuicia positivamente, sin embargo, que por temor a perder sus almas, los indios hayan aceptado la fe católica. De su mansedumbre nos dirá que “sujetan la cerviz a la obediencia” “y guardan de sí la paz del cielo”.
Pero para su desgracia y la de los viajeros que le acompañan, en las Antillas existen peligros mayores que los que pudieran acarrearles rebeliones de aborígenes, ya que corsarios y piratas acechan desde el azul movedizo de la mar nueva. El canto siguiente relata cómo en la travesía de Baracoa a La Habana, pasando por Bayamo los ataca una embarcación francesa, debido al afán del capitán de “navegar por el atajo”, cerca de la costa, evitando las peligrosas corrientes oceánicas.
Cual Sancho urgido por la desesperación, Escobedo echa mano a un par de refranes y exclama “que no hay ningún atajo sin trabajo” y que “por escapar un mal pequeño/ en manos soléis dar de otro más grave”. En cambio, para suerte de todos —los aventureros que le acompañaban en la travesía, el fraile poeta y sus lectores de hoy—, “el fuerte leño” —seguramente cubano— de que estaba construida, resistió los bajíos y corrientes del Caribe al tiempo que demostró su ligereza, a la que debemos la fuga de la embarcación. La nave y su destino no pudieron ser capturados por aquellos filibusteros, quienes acaso osaban impedir la escritura y posterior hallazgo de La Florida, poema que tiene ganado su sitio en los orígenes de nuestra cubanía.


Luis Rafael
La Habana, febrero de 2005













LA FLORIDA
(1598-1600?)
FRAY ALONSO GREGORIO DE ESCOBEDO

[Fragmentos Cubanos]

[………………………………]

A Manasi, una punta así nombrada,
nuestro veloz navío fue llegando,
por dar felice fin a su jornada
de entrar en Baracoa procurando;
ésta se llama, hermanos, La Dorada,
dijo nuestro cristiano y fuerte bando,
que encierra dentro en sí grande tesoro
que, aunque pobre de gente, no lo es de oro.


De Baracoa el puerto descubrimos,
adonde el capitán iba de intento;
con gozo inusitado en él surgimos,
por llevar en la popa el norte viento;
del pueblo gran regalo recibimos,
y porque con flaqueza agora siento
las tres potencias, dejaré pendiente
lo que diré mañana a nuestra gente.

Contiene este canto la promesa que hicimos en la tormenta. Estuvimos algunos días en la villa de Baracoa de la Isla de Cuba y en ella vi las cosas notables siguientes:

Cuando la varia Diosa levantare
al hombre en lo más alto de la luna,
debe temer, y es justo que repare
por ser siempre mudable la fortuna;
el que con sus favores se elevare,
no haga de él ni dellos cuenta alguna;
pues suele al que los goza, si es tirano,
quitárselos, al justo dar la mano.

Hoy se la dio a don Diego de Noguera
y a Diego de Escobedo valeroso,
y a quien iba siguiendo su bandera,
y no al ladrón inglés facineroso,
que pusieron, cual dije, en la galera
con su escuadrón en número copioso
de ciento y más cincuenta compañeros,
todos valerosísimos guerreros.

En la vista presente o en la futura,
pagará cada cual por su delito,
como pagó el inglés por su locura
en galera, como es antiguo rito;
llorando allí su triste desventura,
arando con el remo el gran distrito,
ofreciéndole al mar el de sus ojos,
otro mayor de lágrimas y enojos.

Pero nuestra nación, sabia y prudente,
pagó (después que puso el pie en la tierra,
formando un escuadrón de los de Oriente
que pudo a mil corsarios darle guerra),
la promesa que hizo en Occidente;
pues gran copia de lágrimas destierra
del mar de sus dos ojos el soldado,
y el capitán valiente y esforzado.


En esto claramente nos mostraba
que a Dios tenían suma reverencia;
que la ropa un varón se despojaba,
haciendo al que dirán gran resistencia,
cuyo ejemplo a la gente provocaba
a conocer que Dios por su clemencia,
le dio tanta humildad, divina prenda,
prenda divina con que Dios pretenda.

Las misas se dijeron, y cumplimos
lo que se prometió en el mar airado;
en Baracoa juntos estuvimos
con mucho regocijo y desenfado;
mil regalos y gustos recebimos
del belicoso indio y fiel soldado,
pero primero que salí del puerto,
diré lo que vi allí, es caso cierto.

Verá quien estuviere en La Dorada,
(que así llaman la Isla referida,
aunque pobre de gente y despreciada),
mucha copia de frutas y comida;
fuera de todo el m8undo respetada,
si de españoles fuera guarnecida,
porque hallarán en ella minas de oro
que tiene cada una un gran tesoro.

El capitán Vizcardo, lusitano,
de doce negros fuertes se servía,
que en las aguas que corren al Océano
sacaban grande suma cada día;
por caso averiguado, cierto y llano,
toda la negra gente le ofrecía,
de sol a sol, cuarenta y más ducados
de oro fino en plata conmutados.

Sacábanle los indios de Occidente
cuando fue La Dorada descubierta,
y por tratarles mal los del Oriente
a la muerte se entraban por la puerta,
amando el cruel rigor de su accidente,
aunque al varón más fuerte desconcierta;
por tener por mejor al indio altivo
poner fin al vivir que ser cautivo.


El ver sembrar, coger y hacer cazabe,
al más sabio suspende y más discreto;
su gusto no es cual nuestro pan suave,
el de Castilla en todo más perfecto;
el de las Indias, a madera sabe,
que de toda pobreza es vivo objeto;
mas sirve como pan este sustento
en las Islas que están a Barlovento.

El modo de plantarle es el siguiente:
hacen montones dentro de un cercado,
y deja a cada uno ancha frente
el indio en la labor ejercitado;
en lo cavado plantan sabiamente
cuatro parrones, dos a cada lado,
dejándolos crecer dentro en su casa,
hasta que un mes de enero y otro pasa.

Cuando ha llegado el tiempo, cual conviene,
visita el labrador su sementera,
y en ella con su azada se entretiene
cavando el llano, el cerro y la ladera,
y se alegra de ver el bien que tiene,
y largo tiempo con paciencia espera
el fruto no maduro, cual prudente,
cogiendo él que lo está discretamente.

Lávanle con grandísimo cuidado
dejándole cual nieve en su pureza;
con cueros de libica, un mal pescado,
le tallan, porque son de fortaleza;
es el modo que digo señalado
de gusto singular y gran limpieza;
que ver la que se guarda en La Dorada,
alienta, refrigera y desenfada.

Sus blandas raeduras ponen luego
en calzas de la palma fabricadas,
y haciendo dellas a la horca entrego,
en ella por gran rato están colgadas;
ponen en el remate un peñón ciego
con cuyo peso quedan tan tiradas
que sale un agua clara y venenosa,
que morirá quien della beber osa.


Después que toda el agua fue estilada,
un gran librillo ponen en el fuego,
y en el suelo una hornilla bien labrada
porque se cuaje el cazabe luego;
y siendo cada torta bien tostada,
porque la lumbre no le da sosiego;
y puesta al sol después de bien cocida,
durará largo tiempo esta comida.

El cazabe se hace deste modo,
y está sin corromperse muchos días;
si os da gusto, podréis llevarlo todo
por el mar o por tierra largas vías;
comparado con trigo, es puro lodo,
porque daña al que come las encías;
ponen descomunión al que comiere,
si el agua junto a sí no la tuviere.

Suele ser ocasión esta comida
del último remate del aliento;
al que la come priva de la vida
si de beber no queda bien contento;
ponen al diestro lado la bebida
que para respirar es fundamento,
y cuando falta el agua, es caso cierto
que el triste que no bebe, queda muerto.

Cortamos un palmito (es cierta cosa),
que admirará, si acaso lo refiero,
que abrió a treinta hombres franca puerta
para comer del último al primero;
y aunque su gusto a más comer despierta,
afirmo yo que atrás quede postrero,
que había que comieran otros veinte
quedando satisfecho el más valiente.

No son cual los de España los palmitos,
son palmas de diez brazas en altura,
que los que cortan quedan tan aflictos
que se suelen quitar la vestidura;
guardan en la dejar antiguos ritos,
imitando a los indios de cordura,
que para trabajar se despojaban
porque el vestido con sudor manchaban.


Guayaba vi infinita, que madura,
es su comer dulcísimo y sabroso;
y plátanos maduros de dulzura
que tiene el sabor maravilloso;
y piñas, cual del pino su figura,
que quien las come queda tan gustoso
que de fruta el sabor más regalado
dejará de comer este bocado.

De naranjales vi tanta maleza
que parece su número infinito;
cada naranja como una cabeza,
en toda la montaña y su distrito
verlas, cuando maduras, es belleza;
doy gracias al señor santo y bendito,
a cuya adoración provoca y llama
no sólo el cielo mas la verde rama.

Por el monte verá quien tiene cuenta,
infinidad de limas y limones,
que a la vista el remedio le presenta
porque detengan todas sus pasiones;
vedrá cidra y toronja que acrecienta
gran gusto en afligidos corazones;
terná sumo contento el del Oriente
que camina por tierra de Occidente.

Comerá del mamey, fruto gustoso,
a los melocotones comparado,
colorado cual ellos y oloroso,
tiene dos huesos, uno a cada lado;
verá el papayo, árbol muy vistoso,
su sabor al mastuerzo asimilado;
aguacate es comida regalada
cual manteca de vacas extremada.

De las palmas que dejo atrás citadas,
son las camisas; como de un palmito
del tiempo envejecido derribadas,
sujetas a su duro yugo y rito,
dellas son canoillas fabricadas
en toda aquella costa y su distrito;
en que pasa su ropa nuestra gente,
en llegando a la orilla del torrente.


Cuando se hallare junto de la orilla,
aunque tan honda como el mar oceano,
su caballo el jinete desensilla
y deja sin camisa el cuerpo humano;
ver la fuerza del río es maravilla,
cuyo rápido curso es inhumano,
pero las dos columnas españolas
bastan para cortar del mar las olas.

Ponen en la canoa su vestido,
atándole a un cordel en el un lado
y el nadador le lleva el diente asido
y en el torrente entra acelerado;
pasa como animoso y atrevido,
y da bordos con uno y otro lado,
y después de llegado a la otra parte,
al suelo su vestido da y reparte.

Vuelve luego a pasar como animoso,
y toma su caballo de la rienda;
pasa otra vez el charco peligroso,
y a su rocín la silla da en ofrenda;
y luego en se vestir no es perezoso,
que puede en ligereza poner tienda,
y saltando en la silla larga el freno
al palafrén por monte, o prado ameno.
No se gasta dinero en el camino,
en todas partes da buena comida,
nunca falta ternera de contino
que comerla en verano da la vida;
agua fría se bebe que no hay vino;
la gente es dadivosa y tan cumplida,
que da con mucho gusto lo que tiene
al caminante que a su casa viene.

Aunque nuestro español vaya de paso,
le darán diez caballos con presteza;
ningún criollo muestra en ser escaso,
por su señora tiene a la largueza,
y si llegan diez huéspedes acaso,
lo regalan y dan de su pobreza
un día, dos, y diez, cincuenta o ciento,
y les sirven con gusto y gran contento.







Críase de caballos muchedumbre,
por ser la tierra opulenta y gruesa,
y tienen los isleños por costumbre
cazarlos en la selva más espesa;
domados son de grande mansedumbre,
que en el parar no muestran suerte aviesa,
pues puede un niño, como si hombre fuera,
pasar sin ningún miedo la carrera.

Admírame de ver que sin comida
caminan con crecida ligereza,
pues cebada no vieron en su vida
y no dan muestra alguna de flaqueza;
comen la yerba sola que hay nacida,
que para quien camina es gran pobreza,
y deste modo andan las jornadas
que al que camina en ellos son forzadas.

Cuando salen del monte y van entrando
en la sabana tierra que los cría,
andan tantos caballos relinchando
que dan muestras de mucha lozanía;
la crín y cola en alto levantando,
mostrando en el correr gran gallardía;
es padre cada cual de una manada
de más de treinta yeguas numerada.

Son caballos sin dueño los que digo,
pero aquel que lo fuere de ganado,
los mira cual si fuera su enemigo
porque les causa verlos mucho enfado,
que quitan al ganado manso amigo
la yerba que crió Dios en el prado,
y no puede comer lo necesario
el toro ni la vaca de ordinario.

Y dan muerte por esto a los rocines
y a sus madres las yeguas corredoras,
hollando de los llanos los confines
cuando están con seguro a ciertas horas;
no pueden conseguir sus dulces fines
aquellas pobres gentes pecadoras
de dar a su ganado la comida
si a los caballos no privan de vida.


Vi salir por dar gusto a nuestra gente,
la de todo aquel pueblo cbalgando
a buscar algún toro diligente
que muestras de braveza fuese dando;
topamos uno acaso, de repente,
y a él salió un jinete de mi bando,
y por estar la tierra algo mojada,
diré lo sucedido en la jornada.

Diole al jinete al caballo rienda
con la jarretadura aguda en mano,
y al toro arremetió por una senda
porque iba como un corzo por el llano;
pero porque ocultarse no pretenda,
las hijadas labró del alazano,
que fue causa alanzar el toro fiero
el caballo feroz, por ser ligero.

Tanta caza le dio y con tal presura,
que fue ocasión que el toro arremetiera,
pretendiendo de darle sepultura
privándole de vida si pudiera;
tuvo el bravo criollo gran ventura,
pues aunque acometió la bestia fiera,
pudo de su caballo suelo echarse
que fue ocasión de muerte libertarse.

No se mudó el caballo poderoso
del sitio donde el freno le repara;
sólo el dueño, como hombre valeroso,
se opuso con el toro cara a cara,
mostrándose valiente y animoso;
las manos prestas en la mano cara,
y cuando la ocasión le fue oportuna
la muerte al toro dio con media luna.

Estos fueran valientes en Castilla
dejarretando al toro de Jarama;
éstos merecen bien la honrada silla
que Marte suele dar al que más ama;
¡oh valor de criollo a maravilla!
de buena cepa nunca mala rama;
si vuestro abuelo y padre fue valiente,
vos lo mostrastes ser a nuestra gente.


Salimos otro día en junto el suelo,
según como salimos el pasado,
jurando los jinetes por el cielo
de darle muerte al toro más osado;
a todas partes con ligero vuelo,
corrieron sus caballos por el prado,
mostrando en ello mucha gallardía
siguiendo al capitán que iba por guía.

Eran diez los jinetes que ocuparon
de la fértil sabana el puesto largo,
y a los feroces toros molestaron
dándoles con sus armas fin amargo;
en sangre roja todas las mancharon,
tomando cada uno diez a cargo,
para los despojar de proa a popa
por sólo aprovecharse de la ropa.

El sebo solo blando y amoroso
llevan con lengua y cuero del ganado;
la carne no les saca de reposo
ni muestran por perderla mucho enfado;
el cielo que es en todo piadoso,
unas aves crió a quien ha dado
las reses que murieron aquel día
para que se las coman a porfia.

Estas son una aves cual milanos,
y con otras que llaman acareras,
despedazan las reses en los llanos
comiendo y vomitando muy de veras;
admíranse de verlo los humanos
que consuman las vacas siendo enteras,
y dellas dejan sola la osamenta,
como verá quien tiene en ello cuenta.

Admirable merced que Dios se acuerde
de aquella gente isleña miseranda,
para que del pecado se recuerde
y enmiende su vivir si en males anda;
si el aura y acarera en reses muerde,
es porque Dios eterno se lo manada,
para que quede limpia aquella tierra
y el corrompido viento no dé guerra.


Aunque arda el sol en medio de su curso,
se puede por el monte tomar vía
cuya sombra le sirve de recurso
al caminante, sin que lleve guía;
con tener solamente un buen discurso,
si caminaron cuando ya es de día,
jamás podrán perderse en el camino
por ir por la montaña de contino.

De la cual es tan grande la espesura
que no pueden los rayos del Oriente,
con sus doradas hebras de hermosura
bañar el duro suelo de Occidente;
y aunque el copado seibo más procura
gozar de su calor resplandeciente,
es imposible por hacerle sombra
otra más alta que a la luz asombra.

De sólo un seibo se hace un gran navío
con trinquete, mayor y cebadera,
y navega con tal destreza y brío
como lo puede hacer una galera
no sólo por el curso de algún río
mas en el mar océano la ola espera,
que suele ser tan alta como roca
que por hallarle inmóvil no le toca.

Un árbol que en las Indias Dios ofrece,
tiene por propio nombre dama agua;
a todo el que de él goza, le enriquece
como al herrero la chisposa fragua;
o como al duro suelo que humedece
el santo cielo con sus venas de agua,
que por su causa da fruto doblado
que causa al labrador gran desenfado.

Pues esta especie de árbol tiene esencia
de todos los criollos estimada;
yo vi con propios ojos la experiencia
que contemplar en ella desenfada;
será no darme crédito, inclemencia,
y de gente proterva y obstinada,
que por ser árbol de tan alta estima,
aunque diga verdad, verdad me anima.


Sirve de pedernal, pues da su fuego,
y asimismo de yesca, pues enciende;
es también eslabón que hace luego
que saque clara luz quien la pretende,
para sacarla fue ocasión mi ruego,
trato verdad si viere quien la entiende,
sácanla con dos palos y provoca
a dar lumbre uno dellos donde toca.

Como salió la luz quedé asombrado,
y es de admirar un caso semejante,
y llegándose al árbol un soldado
sacó una gran corteza en un instante,
y della una gran soga ha fabricado
cual maroma finísima flamante,
de tal grosura y tanta fortaleza
que del mar resistiera la braveza.

Hace gruesas maronas con que aferra
las naves el piloto y marinero,
sin las sogas que gastan en la tierra
todo el que tiene oficio de arriero;
la penuria totalemente destierra
esta especie de árbol que refiero,
de modo que la gente está opulenta
y lo verá quien tiene en ello cuenta.

Vide salir del mar la gran tortuga,
aás ancha que la más ancha rodela,
del agua sale a tierra haciendo fuga
que ninguna de muerte se recela;
en abriendo de popa una verruga,
a la playa su parte le revela,
y en ella de una vez por cierta cuenta,
deja en un hoyo huevos más de treinta.

Dioles en el arena sepultura,
que en su frígido seno los fomenta,
y del vivir les da carta segura,
la experiencia lo dice y representa;
y aunque cual de tortuga es su figura,
la arena les dio ser y se le aumenta,
y es su madre, cual lo es la que los deja
a que gocen del sol y su madeja.


Anduve por saber con entereza
los dioses que los indios adoraban,
y supe de los viejos con certeza,
que al Demonio envidioso respetaban,
y que solían guardar una simpleza,
que al defunto comida le llevaban
un año sin faltar un solo día,
porque a comer el mísero venía.

No cantaré de su costumbre y ritos;
de sus dioses diré distintamente
que adoraban que son casi infinitos,
locura grande de tan ciega gente;
mas los indios de agora están contritos,
y guardan la doctrina refulgente
de la iglesia de Dios con gran respeto,
tiniéndola en el alma por objeto.

Sujetan la cerviz a la obediencia
de su gobernador sin faltar punto,
y a sus mandatos no hacen resistencia
y son de caridad vivo trasunto;
tienen de todo pobre gran clemencia,
con más puntalidad que yo lo apunto,
y guardan entre sí la paz del cielo,
dad para los hombres de este suelo.

Es la divina paz de gran momento
por dárnosla Jesús, rey de la gloria,
bases, principio y firme fundamento
de gozarla los dignos de memoria;
a quien falta le sobra gran tormento
en el eterno caos de la discordia;
como sin fin padece el cruel pirata,
según que el otro canto nos relata.

Contiene este canto como navegando nuestra gente a La Habana, salió una lancha de franceses para robarnos, y como un hombre de Canaria, con pocos amigos, se levantó con dos naves inglesas.

Si sirve al fiel la fe de luz divina
para atinar a Dios, causa primera,
y veces infinitas lo encamina
en este mar del mundo y su carrera,
luego quien no la tiene desatina
por ser intolerable su ceguera,
y dará para siempre en el abismo
por no llevar el agua del baptismo.


Por faltarle al infiel, claro nos muestra;
en su mente creía por muy cierto
ser verdad su opinión de error maestra
por afirmar que come el que fue muerto;
es ciega, sin verdad y tan siniestra
que no tuvo jamás ningún concierto,
ni le tuvo, ni le tiene, quien afirma
tan grande disparate y lo confirma.

Certísima ocasión del perdimiento
del indómito idólatra pagano,
es carecer de Dios que da sustento
a todo miserable ser humano;
es su causa eficiente y fundamento,
y rige mis sentidos con su mano,
y me manda la mía escriba y cante
verdades del infiel indio ignorante.


Dirélas sin torcer un solo paso,
soyles por ser cristiano aficionado,
en decirlas no fui jamás escaso
pero quien no las trata me da enfado;
si los indios las cuentan, es acaso,
sólo en mentiras ponen su cuidado;
ellas son de su gusto el fundamento
y de su alma el triste perdimiento.

Es del indio tan grande la rudeza
que adoraba del sol el rayo ardiente,
por sólo ser mayor en su grandeza
que los demás planetas de Occidente;
de la luna adoraban la belleza
por verla que salía en el Oriente,
y cuando se asomaba a sus balcones
la adoraban de puros corazones.

Y al arco que mostró Dios en la altura,
por el cual su palabra dio infalible
de no anegar su humilde criatura,
adoraban con término apacible;
y del lucero claro la hermosura,
y al trueno cuyo estrépito es terrible,
y a las que tienen nombre de Cabrillas
adoraban hincadas las rodillas.


Adoraban el mar, el cielo y tierra,
y de menuda arena los montones,
y con esto a sus almas hacían guerra
por apartar de Dios sus corazones;
en tal adoración, también se encierra
adorar las corrientes y peñones,
los montes, y los cerros y las fuentes;
todas adoraciones de insipientes.

Yo vide en Baracoa una culebra
llena de su piel de gran montón de heno,
que solía adorar sin haber quiebra,
el vulgo que de Dios estaba ajeno;
y medí con mis pies la larga hebra
de aquel bruto animal, feo y terreno,
que veinticinco pies tenía en longura
y el grueso como un pino de Segura.

Por ser notable el daño que hacía
en el simple y doméstico ganado,
vestido con el peto de osadía
un español de vida la ha privado;
vistiese todo el vulgo de alegría
mostrando por su muerte desenfado,
que carecía de él por la presencia
de fiera tan nociva y sin clemencia.

Del ébano que a España traen, precioso,
una lanza vi allí de tanta altura
que tuvo treinta pies el palo hermoso
medido con certeza y fiel mesura;
en su casa la tuvo un religioso,
sujeto a la obediencia en la clausura,
para enviarla al duque de Medina,
de Sanlúcar señor, y su marina.

Grandes montones vi del negro palo,
tiene con él la gente granjería,
quién lo lleva, les deja gran regalo
que reciben con gusto y alegría;
cortan el negro, el blanco, el bueno, el malo,
mostrando en el talar mucha porfía,
danles por el quintal los marineros
cuatro reales en lienzo o en dineros.

Dado fin al negocio que llevaba,
el capitán del pueblo se despide,
y cada pasajero se embarcaba,
su gusto con el gusto ajeno mide;
al terral el trinquete se entregaba,
que tal viento el piloto quiere y pide
para seguir la costa del Bayamo
a do el navío fue cual presto gamo

Gustamos más surcar aquella costa
que en la vieja canal dar en un bajo
que nos diera la muerte por la posta
por querer navegar por el atajo;
gástese más y hágase más costa,
que no hay ningún atajo sin trabajo,
que el hondo mar es cama del navío,
como lo es de la muerte algún bajío.

Aunque por escapar un mal pequeño
en manos soléis dar de otro más grave,
mi cristiana palabra doy y empeño
que pensamos perdernos con la nave,
y no en bajíos, porque el fuerte leño
de piezas fabricado, fue la llave
del gusto que después de él gozamos,
pues por su ligereza nos salvamos.

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[1] Historia de la Literatura Cubana, tomo I, Instituto de Literatura y Lingüística, Editorial Letras Cubanas, 2002, p. 8
[2] Cito a continuación las fuentes: “An early poem on Florida”, Maynard Geiger, Fortnightly Review de St. Louis, XLI, no. 12 (diciembre de 1934), pp. 271-272; “Rasgos autobiográficos del P. Escobedo en su poema La Florida”, Fidel Lajerza, Revista de Indias, Vol. I, No. 2, 1940, pp. 35-69; Biographical Dictionary of the Franciscans in Spanish Florida and Cuba (1528-1841), Paterson, N. J. St., Anthony Guild Press, en Franciscan studies, XXI, 1940; Experiencia misionera en la Florida, siglos XVI y XVII, Gregory Joseph Keegan y Leandro Tormo Sanz, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1957; Sangre Vizcaína en los pantanos de la Florida, Ignacio Omaechevarría, Victoria, 1948; “Apuntes sobre La Florida de Alonso de Escobedo”, J. Rus Owre, en AIH. Actas I, 1962; Antología de la poesía cubana, tomo I, Álvaro Salvador y Ángel Esteban, Ed. Verbum, Madrid, 2002.
[3] El término “criollo” comienza a aparecer por primera vez en textos de finales del siglo XVI y se usa para diferenciar a los nacidos en América de los españoles y los aborígenes. Años más tarde explicará Gracilazo de la Vega, hijo de una princesa inca y de un conquistador peninsular, en sus Comentarios Reales: “Los españoles han introducido este nombre en su lenguaje para nombrar los nacidos allá [en el Nuevo Mundo]”.
[4] Citado por J. Rus Owere, p. 3.
[5] Anexo, Antología de la poesía cubana, Ed. Verbum, Madrid, 2001, p. XV.

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