martes, 16 de diciembre de 2008

Él y los cinco libros preferidos

Él tuvo una infancia que aún podría confundir con el Paraíso. Reinando entre abuelos y bisabuelos, jugando siempre, despreocupado y entretenido. Sin saberse vivo, vivía, a la sombra diáfana de los árboles, curioseando en las coloridas enciclopedias de la abuela y correteando por el patio inmenso, común para las tres casas que delimitaban el espacio de la familia. Con su hermana y sus primos, inventó juegos en que frecuentemente participaba también la bisabuela, encantada por el hada de la demencia senil. Juntos imaginaban castillos y princesas, aventuras que protagonizar y episodios que escenificaba en las diferentes locaciones que ofrecía un ámbito gigantesco para sus ojos incontaminados y dispuestos al asombro.
Sin embargo, no solo poseyó árboles, casitas y rincones de cuento, también un zoológico de animales domésticos, convenientemente entrenados por él, para asombro de los adultos. Su perro bailaba, daba gentilmente la suave mano blancoamarilla, a su orden cazaba gallinas desprevenidas sin provocarles otro daño que el susto del zarpaso certero; su cabra de cuernos jorobados, además de dejarse ordeñar como buena proveedora de tórrida leche, lidiaba segura de que la broma jamás llegaría a sangre; su ganso obeso y trastabillante caminaba por una tabla fina cual equilibrista a través de la cuerda floja; su cotorra, si bien no imitó jamás a los humanos repitiendo sus frases, se dejaba acariciar la cresta erizada de plumas verdes y se aferraba a su hombro para no soltarse ni en medio de una carrera... Dichoso con la extensa colección de mascotas, hubiera deseado engrosarla también con tigres, antílopes, dragones y demás criaturas solo vistas en la televisión y en láminas de libros. Eso sí, tenía decidido que cuando fuera mayor (ya que debía serlo), no estudiaría para convertirse en abogado, ingeniero o médico, sino para veterinario.
Debía estar próximo a los cuatro años cuando escuchó contar a su mamá (¿a quién?, sería incapaz de precisarlo), que cuando nació tenía arañadas las sienes. Entonces el ginecólogo, que debía presumir de vocación profética, dijo: “Este niño estaba pensando. Será escritor y poeta.” ¿Escritor, poeta? Como es lógico la primera vez que oyó aquellas palabras no las entendió, para él carecerían de sustancia, así que no otorgó valor a la cita del Tiresias anónimo. Hasta puede que olvidara la anécdota por unos años. Los recuerdos, resurgen, al cabo, cuando les llama el presente.
En los días de lluvia y también después del aguacero, si la tierra hacía fango, no les dejaban corretear por el patio. El entretenimiento favorito de sus primos, su hermana y suyo, consistía en escuchar los cuentos que les relataba el bisabuelo ciego, aprendidos de su madre, quien todavía joven y hermosa había perdido la visión (quizás de tanto leer y llorar), y en su casona, en medio del campo, entretenía a sus pequeños con aquellas historias que jamás olvidó el bisabuelo. Sospechosamente, los personajes tenían los nombres de los hijos de la tatarabuela, pero las historias eran de lo más fantásticas y por eso mismo cautivadoras.
Cuando llegó una fecha en que la hermana y los primos debieron marchar a la escuela dejándolo solo en el bosque inmenso de los recuerdos infantiles, pudiera pensarse que se entristeció, pero la verdad es que no fue así. El acontecimiento supuso un cambio que supo aprovechar, ya que entonces acaparó todas las atenciones y se erigió en única compañía de los abuelos y los bisabuelos, que distraían con él el gordo goteo de las horas. El bisabuelo le complacía contándole sus historias, alegre de poder rememorar su propia infancia despreocupada y los ojos azulados de su madre que le sonreía sin verlo. Dando razón a la tradición literaria, vidente ciego, vio el bisabuelo, y le propuso un pacto: “Te hago un cuento, si luego tú me lo repites sin que falte nada.” Las tardes se hicieron cortas para contar y recontar, al rítmico balanceo del sillón, en una habitación penumbrosa que con sus voces se animaba y crecía tornándose ruina fantasmal, exótica jungla, fortaleza sitiada, sierpe de siete cabezas…
Al cabo, llegó su turno de ser mayor y tuvo que marchar cada mañana camino de la escuela. Allí le esperaban nuevos amigos y una maestra que enseguida descubrió al entrenado narrador. En su voz las historias del bisabuelo deslumbraron a los condiscípulos y a la joven instructora. El primer curso le ganó fama de cuentero y no pocos amigos, en cambio andando el segundo grado los chicos comenzaron a cansarse de los relatos que ya conocían. Entonces vino la primera metamorfosis: porque cada vez introdujo cambios en los argumentos, nuevas tramas, nuevos personajes. Enseguida se confesó que podía crear también nuevas historias y que acaso no faltara razón a la profecía que le señalaba como escritor.
Tomando en préstamo desde dibujos animados hasta las anécdotas que oía, sin que hubiera aprendido a leer escribió, para luego contar lo que escribía, para mantener en vilo a su público, los chicos de su aula, que con cualquier pretexto le pedían narrara alguna de sus imaginativas historias. Le esperaba, al cabo, un hallazgo capital, que solo sería posible cuando ejerciera de lectura. Luego de una decena de cuentos de su autoría, tropezó con un libro que desde entonces encabezó su lista de títulos predilectos: Las mil y una noches. En este volumen, que inicialmente le repelió con su lomo regordete y que al desgajar del estante repleto de bloques vistosos le pesaba y azoró por sus muchas páginas sin dibujos, advertiría la base de las historias del bisabuelo. Hubiera deseado correr y contarle, leerle con sus ojos nuevos tantos y tantos cuentos, pero ya no fue posible. Poco antes se había desencadenado la huida de sus mayores. Con la muerte del bisabuelo, el abuelo y la bisabuela, terminó su inocencia, moría también, definitivamente, su infancia. Supo que estaba vivo, lo que es igual a descubrir que cualquier humano es mortal por naturaleza.
Por entretener el paso de los años, en busca de pretextos para existir, se hizo asiduo de la biblioteca, que escondía su caudal en una mansión con escaleras, puertas falsas y escondrijos, antigua residencia de verano de un millonario excéntrico. Cuando no buscaba pasadizos secretos, exploraba los anaqueles bien surtidos donde una tarde feliz Las fábulas de Esopo le salieron al paso. Aquel librito de ingenio y síntesis, le ofreció las primeras lecciones de filosofía y un consuelo para el estigma de estar vivo y ser niño. De sonreír a medias volvió a reír, contagiado por las fábulas prontas a responder con ironía. Chupó la savia del esclavo griego y no solo aprendió de memoria sus parábolas sino que ensayó una literatura existencial, metafísica, interesada, desde entonces, en consolar a los otros.
Al camino o por suerte, otro libro acudió a salvarlo de convertirse en serio preceptor moral. Un caballero algo ridículo y quimérico, con nombre rimbombante y deshacedor de entuertos, le alegró, encendió la carcajada y la compasión. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha acompañaría su metamorfosis hacia la adolescencia. Porque, como cualquiera, ensayó cabalgatas contra molinos de viento y rompió lanzas. El mismo que leía panfletos escritos por sus profesores en los matutinos de la secundaria, se evadía a la hora del recreo con los condiscípulos díscolos. Ah, las tardes de fuga nerviosa, saltando a través de la ventana del aula a la yerba silvestre del patio, en la complicidad de los compañeros, y de baños furtivos en el río de agua espejeante y fría y de caravanas de bicicletas y excursiones y riñas festivas.
Andaba de caballero y al igual que el manchego eligió Dulcinea. Malhadada suerte o sabio encantador contrarió la posible correspondencia. Y así debía ser, porque al desdén debemos no pocas vueltas de tuerca. Su dama parecía más interesada en los muchachos de grados superiores, que insinuaban sus músculos y exhibían orgullosos los pelillos de bisoños bigotes. Él penaba, dolido, incurable, desfallecía, en la intimidad de sus libretas de clase. La razón de su razón se hacía, de tal manera que su razón enflaquecía, con razón aquejada por la fermosura que solo él veía… Así que sin haber leído aún un solo verso, de su pecho brotó la poesía.
El destino ineludible daba razón al pronóstico del Tiresias provinciano, pero ya no se opuso, decidido a seguir la senda, caminante acaso ya hacia su fin encaminado. ¿Cuántos textos febriles inspiró su desamorada Dulcinea? Dos, diez, cada día. ¿Poemas? Tardaría unos cientos de estrofas en descubrir, en otro libro, la esencia de la verdadera lírica. Ismaelillo, el cuaderno dedicado por José Martí a su hijo, le manifestó la fuerza palpitante de las palabras, la emoción no dicha, la metáfora natural y sugestiva, el amor filial que le devolvería a su familia y a su infancia de vívida poesía.
De Martí volvió los ojos a Bécquer, a Neruda, al romanticismo, a la métrica y al verso contemporáneo. Creyendo que podría devorar la obra de los siglos, a sus pocos años mal-leyó un libro cada jornada, y por primera vez escribió solo una vez por semana... Ya no se desesperó. Hallaba; a cada pregunta con una interrogación se contestaba. De Homero a Dostoievski, de Baudelaire a Juan Ramón Jiménez, de Quiroga a Octavio Paz, de Eliot a Carpentier, al infinito de la libertad.
Escribía cuentos, poemas, novelas y, poco a poco, advertía un género desbordado por encima de los estancos de la teoría literaria, el de su estilo. Paradigma de la liberación, el hallazgo de un Ulises moderno, casi ilegible y muy lúdico, donde el personaje es literatura viva, el tiempo su propia falacia y la letra un retrato del caos del universo.
El manual de Joyce le cayó en la mano de la mano de un amigo, por eso, en prueba de amistad, con sus amigos quiso compartirlo. Recién graduado de letras, emprendió la homérica tarea de editar el Ulises. Azuzado por el olimpo de sus jefes, cegado por el blanco irradiante de la página, erraría por mares y parajes de flaqueza, entre erratas y erritas, antes de avistar la orilla azulada de Ítaca. En cambio, quedaba amigo para siempre de la sutil Sherezada, el sabio Esopo, el Miguel de Cervantes tragicómico, su José Martí múltiple y el abúlico James Joyce. Los amigos de sus amigos podrían ser también suyos y acompañado por su soledad libresca, pace en páginas su sed de respuestas, acepta su papel de escriba. En la Gran Pared del tiempo, ¿le corresponderá un jeroglífico minúsculo? ¿A su mano insegura, el dibujo exacto de una clave del mundo?
Como el enigma de la Esfinge, sus preguntas tramposas no pretenden lo fácil. ¿Más claro, quién él y cuáles los cinco libros preferidos?

Luis Rafael
Octubre 2007.

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