lunes, 6 de abril de 2009

Eugenio Florit y la belleza


(Tomado de Rinconete. Cervantes Virtual)

Por: Luis Rafael

Al comienzo de un soneto, escribió Eugenio Florit (Madrid, 1903-Nueva York, 2000): «Habréis de conocer que estuve vivo / por una sombra que tendrá mi frente». En los Estados Unidos, donde residía desde 1940, murió el poeta, a los 97 años de edad, lejos de la tierra que eligió como patria y donde los jóvenes escritores acuden a su obra para abrevar en la belleza, que con tanto esmero cultivó este autor, clave (junto a Emilo Ballagas y Mariano Brull) en la llamada «poesía pura», un tipo de lírica que no pretende más que reflejar en sus aguas mansas el rostro límpido de la realidad.
Aunque nació en Madrid, hijo de padre español y madre cubana, relata en una entrevista que al arribar a Cuba, con apenas 14 años, supo que había llegado «a donde iba a ser el centro de mi vida y de mi obra». En La Habana cursó estudios en el Colegio La Salle y se graduó en Leyes y en Derecho Público. En 1927 se unió al grupo de la Revista de Avance, publicación que aglutinaba a los escritores vanguardistas y en la que comenzaron a aparecer sus textos. Enseguida se editaron sus poemarios Trópico (1930) y Doble acento (1937), este último prologado de forma entusiasta por Juan Ramón Jiménez. Todavía en la patria adoptiva, escribió y editó Reino (1938) y Cuatro poemas (1940), antes de hacerse cargo del consulado cubano en Nueva York, puesto al que renunció en 1945 para dedicarse a la docencia, que ejercería en la Escuela de Verano de Middlebury (Vermont), en la Universidad de Columbia y en el Barnard College neoyorquino, hasta su jubilación en 1969. Sus ensayos y poemas aparecieron en importantes revistas, como Social, Lyceum, Revista Cubana, Orígenes, La Gaceta Literaria (Madrid), Repertorio Americano (San José de Costa Rica) y Revista Hispánica Moderna (Nueva York), cuya dirección compartió con Federico de Onís y con Ángel del Río, hasta que la asumió totalmente en 1962. Pese a que nunca perdió su acento español y vivió más de la mitad de su vida en Estados Unidos, Florit se consideraba cubano y a su lírica continuadora de la tradición literaria de la Isla.
Creador de un discurso único, de permanencia y eternidad, fue un hombre solitario, que amó la poesía y mediante ella quiso acercarse a Dios. En una entrevista concedida poco antes de su muerte, declaró que sentía como un compromiso con la humanidad «crear belleza como y cuando pueda», y quizás por ese motivo su lírica discurre mansa, eligiendo piedrecitas y relumbres, lejos del maremoto existencial. A sus poemarios publicados en Cuba, sumó algunos más, entre los que prefiero Conversación a mi padre (1949), Asonante final y otros poemas (1955), Antología penúltima (1970) y Lo que queda (1995), confirmando su vocación lírica y manteniendo la coherencia con su poética inicial, que rehusó la experimentación vanguardista y se concentró en la plasmación de temas trascendentes. Candidato varias veces al Premio Cervantes, querido por muchos, rodeado de amigos y familiares, el poeta que no tuvo enemigos, sin embargo, nunca dejó de sentir sobre su frente la sombra de la tristeza. En Canciones para la soledad Eugenio Florit expresó: «Tú no sabes, no sabes / cómo duele mirarla. / Es un dolor pequeño / de caricias de plata».


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