miércoles, 1 de diciembre de 2010

Rinconete sobre José de la Luz y Caballero

Rinconete > Literatura
Miércoles, 27 de octubre de 2010


José de la Luz y Caballero al sol de la justicia
Por Luis Rafael

Cuando José Martí escribió en sus Versos Sencillos que deseaba morir «de cara al sol» no hablaba del «astro rey» sino del sol de la justicia, a que consagró su existencia el Apóstol cubano y que guió la vida y la obra de su predecesor José de la Luz y Caballero (La Habana, 1800-1862), quien afirmó: «Antes quisiera ver yo desplomadas, no digo las instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral».

Hijo de una familia acomodada que tenía en propiedad un ingenio y una hacienda, el joven desdeñó el destino burgués y se pronunció contra las injusticias y los dogmas. Tutelado primero por su tío, el teólogo José Agustín Caballero, a los doce años aprendió latín y filosofía en el convento de San Francisco y alcanzó el título de bachiller en Filosofía con apenas diecisiete. Inclinado al sacerdocio, ingresa en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, donde años más tarde se gradúa de bachiller en Leyes y donde Félix Varela fue su maestro y guía, quien le anima a profundizar en la filosofía renovadora del siglo xviii. Con Varela, se pronuncia contra los métodos de enseñanza escolásticos y contra el clero español, que vivía de espaldas a la realidad de la esclavitud y la explotación. Decepcionado de la institución religiosa, Luz se decide por la docencia y en 1824 gana por oposición la plaza de director de la Cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos, que antes habían ocupado Varela y el pensador José Antonio Saco, condiscípulo suyo, quien también en su obra evidencia las inquietudes reformadoras más allá de la docencia. Porque si Luz y Caballero defendió el método explicativo de instrucción, lo hizo no solo por oponerse a la escolástica sino porque sabía que la instrucción y la moral eran vías transformadoras de la sociedad.

Espíritu ilustrado, Luz y Caballero llegó a dominar varios idiomas; viajó por Egipto y Siria. En EE.UU. conoció al poeta Longefellow; en Escocia, al novelista Walter Scott; en Francia, al sabio Couvier; en Dresde, a Goethe. Se relacionó además con Washington Irving, el canciller inglés Henrique Brougham, el físico Gay-Lussac, el sabio Alejandro de Humboldt. Participó en las tertulias de Alejandro Dumas y compartió con Cuvier y Michelet. De regreso a Cuba en 1831 vuelve a vincularse a la educación y escribe para varias publicaciones de la época. Al año siguiente trabaja en el Colegio de San Cristóbal, del que llegaría a ser director y donde aplica el sistema explicativo en la enseñanza. Por criticar la trata de esclavos sería acusado de «soliviantar a los negros» y lo involucraron en una conspiración que fue reprimida ferozmente por el gobierno colonial de la isla en 1844, conocida como «La Escalera». Demostrada su inocencia, continúa su labor pedagógica convirtiéndose en el «silencioso fundador» de la Patria, según José Martí, quien reconoció en él al maestro de la generación de cubanos que habría de ganar «la libertad que sólo brillaría sobre sus huesos». Sus obras aparecieron en diarios y revistas pero en forma de libro solo póstumamente. Explicó Martí que si Luz no se ocupó nunca de publicar sus escritos fue porque consagró su tiempo a «lo más difícil, que es hacer hombres». Aunque la doctrina de José de la Luz y Caballero repercutió en los movimientos políticos cubanos del siglo xix (anexionismo, reformismo, autonomismo e independentismo), iba más allá de la política centrándose en la defensa de la justicia y del pensamiento propio, de la ética y la moral que debían erigir una Cuba mejor.

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Rinconete sobre Reina María Rodríguez

Rinconete > Literatura
Viernes, 17 de septiembre de 2010


Reina María Rodríguez, en su azotea
Por Luis Rafael

A diferencia de la torre de marfil donde se confinaban los poetas evadidos, la azotea de Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) es un faro desde el cual la poesía vigila la ciudad, fotografiando los capiteles rotos y el azoro de la gente que vaga ensimismada. La azotea-casa de Reina, construida sobre el apartamento de su madre a partir de materiales reciclados de los edificios derruidos de Centro Habana, abre sus ventanas como «pestañas de madera» para revelar los signos del cambio en una urbe donde hierros y símbolos lucen la corrosión del salitre y pierden su antigua sustancia. No en balde dice la autora en un poema que «las vigas», que soportaban «tanto peso», parecen flaquear, ladeadas, como la vida: «observamos las vigas que soportan tanto peso / mi vida está ladeada / los demás colocan travesaños / apoyo el centro de la mano contra el muro / y el arco agita / la humedad el vicio de la herrumbre».

Junto a Raúl Hernández Novás, José Kozer, Ángel Escobar, et ál., Reina expresa en su poesía de la década del ochenta un cambio de la lírica cubana, que continúa los caminos del coloquialismo pero desde una voz más íntima, evadiendo la épica colectiva y centrándose en la hipersensibilidad del artista que, tal como sucedió a inicios del siglo xx, vuelve a sentirse al margen de la historia y se desinhibe en sus versos. En los noventa, su obra refleja la crisis de los paradigmas y la decadencia del llamado «Periodo Especial» cubano, luego de la caída del «Campo Socialista» y de la frustración que trae consigo el fracaso de unos ideales que alentaron a su generación. Justamente en esta década, dando continuidad a una tradición de tertulias que tiene en Cuba ilustres precedentes, en la azotea habanera de Reina María se constituyó una peculiar reunión literaria, al margen de los espacios oficiales. Sobre La Habana, avistando tanques de agua, tejados, palomares y decrépitas redes eléctricas, en medio de apagones, los escritores de la corte de Reina leían sus textos y conversaban, en la ilusión de resistir al tiempo. Un tiempo que no es jamás el mismo, que cambia en las décadas y en el modo en que se relaciona con la artista, tomando diferente fisonomía desde el cuaderno en que se dio a conocer Cuando una mujer no duerme (1980), pasando por Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1991), Páramos (1993), Travelling (1995), La foto del invernadero (1998), Te daré de comer como a los pájaros (2000)… Galardonada varias veces con premios como el Casa de las Américas (1984 y 1998), el Julián del Casal (1980 y 1993), el de la Revista Plural de México (1992), en 1999 recibió la Orden de Artes y Letras de Francia y en Cuba varios reconocimientos de la crítica. Su obra aparece en antologías y ha sido traducida a una decena de lenguas, por su original modo de dar testimonio, de evocar el pasado y de expresar la intimidad de lo cotidiano, en la descripción de su mundo interno, sus tribulaciones y sensaciones íntimas. Su poesía consigue trasmitir los ambientes y las ansiedades de su época, expuestos con naturalidad, dejando espacio para la reflexión y la memoria. Con un lenguaje coloquial que intenta construir imágenes y alegorías más que metáforas, Reina María Rodríguez actualiza el intimismo para describir lo erótico del cuerpo y el impacto del tiempo, abordar la soledad, el amor y el sexo, desde su propio sujeto lírico o mediante personajes que crea y en los que se desdobla, trepada a su azotea, oteando un horizonte de edificios cercados por el mar.

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Rinconete sobre Raúl Hernández Novás

Rinconete > Literatura
Martes, 24 de agosto de 2010


Raúl Hernández Novás, ciudadano del mar
Por Luis Rafael

«Ciudadano del mar que entre las olas recogías la cosecha de ámbar, / dime, / ¿no sabías que existía la ballena blanca?», monologa Raúl Hernández Novás (La Habana, 1948-1993) en Enigma de las aguas (1983), revelando su fascinación por el mar como símbolo de la inutilidad de la vida humana. Isleño ensimismado en la contemplación del horizonte, descubrió su propio rostro en la espuma y el agua repetida. Y desde su intuición poética, vislumbró el camino de la confluencia para la literatura cubana: convergente sobre el agua, nunca en las orillas, únicamente palpable en la marejada, la migración o el desgarro. Sus textos reflejan el anhelo de una expresión líquida, de un verso espiritual concentrado en ámbar, pero movedizo cual océano. José Martí, Julián del Casal, César Vallejo, Octavio Paz, Eliseo Diego o José Lezama Lima animaron su obra, valedores de una búsqueda trascendental, de un desciframiento de los misterios de la existencia mediante el ejercicio literario.

Sobrino del narrador Lino Novás Calvo, aunque comenzó a publicar con solo doce años, Hernández Novás fue un poeta marginal, automarginado de modismos literarios e indiferente a la farándula, tímido, huidizo, siempre en la orilla. Ensaya en símbolos líricos una comprensión de la realidad que desea la evasión, la construcción de la balsa propia, cuyo velamen jamás consigue inflamar. Gracias al influjo origenista, rebasó el «compromiso poético» y aunque se mantiene en el tono coloquial al uso en su generación buriló versos desgarradores y bellos, que arroja al tiempo cual mensajes a sí mismo. Con su poesía marcadamente autobiográfica y confesional, aprendió a encorcharse como Lezama, pero no consiguió la casaliana utopía del aislamiento. Entre tratamientos psiquiátricos y enajenaciones, regala poemas a los amigos y, a instancias suyas, embotella sus textos en libros: Da capo (1982), Embajador en el horizonte (1984), Al más cercano amigo (1987), Animal civil (1987), Sonetos a Gesolmina (1991).

Hernández Novás explica su escapismo tomando como paratexto el poema de Eliseo Diego Riesgos del equilibrista. El escritor que acostumbra a fingirse bufón y a veces se cree payaso dice en Explicaciones del equilibrista que «huraño» huye a su «rincón de cielo», ya que siente «el terror de la presencia humana». Terror y anhelo de vida, amor y muerte, que se torna barca en cada estrofa, reiterando su inclinación al suicidio: «Yo pronto moriré, yo me iré pronto. […] / Sobre la cuerda no haré más el Tonto».

Asediado por la penuria de unos años en que sobrevivir fue ejercicio de valentía extrema, huérfano del amor materno y del amor carnal, enfermo él mismo y responsable de su padre enfermo, a los cuarenta y cuatro años Raúl Hernández Novás se disparó en la sien con un revólver que le desconcentró «el equilibrio» sobre la cuerda, desplomándolo sobre espejos de agua, donde cristaliza en mito cual «ballena blanca»:

Termina.
Termina el viaje que ardía en la memoria.
Termina, la región desolada vuelve a su antiguo dueño.
Ya no verás las claras batallas del horizonte, a la mañana, se extingue
la llamarada de los pájaros que emigran, el mar
tan leve, movido por la luz, el ejército
de las nubes, la estrella que aún alienta
sobre el océano del polvo.

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Rinconete sobre Laidi Fernández de Juan

Rinconete > Literatura
Viernes, 16 de julio de 2010

Laidi Fernández de Juan, mujer, madre, médico y artista
Por Luis Rafael

Adelaida (Laidi) Fernández de Juan (La Habana, 1961) nació predestinada para escritora. Hija del poeta Roberto Fernández Retamar y de la ensayista Adelaida de Juan, creció rodeada de libros en una casa frecuentada por escritores. Sin embargo, quizás por ese espíritu contradictor que anima a los hijos, se decidió por la medicina. Pero el destino se agazapaba en un recodo y la Dra. Adelaida fue enviada en 1988 a trabajar dos años a Zambia, donde la añoranza de su tierra y el impacto de la realidad que le sale al paso engendran Dolly y otros cuentos africanos (Premio Pinos Nuevos, 1994), libro que marca su debut como narradora y que fue cariñosa y magistralmente prologado por Eliseo Diego para Ediciones Vigía e introducido por Keith Ellis en su edición inglesa, realizada en Canadá.

Con el precedente del médico-escritor Miguel de Carrión (1875-1929), uno de los novelistas cubanos más importantes de la primera mitad del siglo xx, la Dra. Adelaida optó por firmar Laidi (como la llamaba su hermana para distinguirla de la madre) y se puso a trabajar en serio en su obra artística, pero sin abandonar su vocación médica y demás ocupaciones. En una entrevista, declaró: «Soy una aguerridísima madre de dos varones, soy una hija dulcísima con mis padres, soy una doctora muy consagrada con sus pacientes, y soy una loquísima escritora, momento que, debo declarar, es donde mejor me siento». Las recompensas por tanto sacrificio y esfuerzo no le han faltado, tiene lectores, ha ganado premios y publicado varios cuadernos de cuentos y una novela. Su segundo libro, Oh vida, recibió el Premio de Cuento de la UNEAC Luis Felipe Rodríguez en 1998, y fue publicado por Ediciones Unión en 1999 y en Uruguay en 2000. Por el relato Clemencia bajo el sol, le otorgan el Premio Cecilia Valdés y enseguida es llevado al teatro en Cuba y en Italia. En 2004 ganó el Premio Alejo Carpentier por La hija de Darío (2005), y obtuvo mención especial en el Concurso Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar con El beso. En 2007 edita Bésame mucho, en Uruguay; y, en 2008, la editorial cubana Unión saca el volumen de cuentos La vida tomada de María E. Ya en 2006 se había atrevido con su primera novela: Nadie es profeta.

En su obra, Laidi se enfrenta a prejuicios como el machismo y la discriminación, que denuncia, por eso la violencia de género y los conflictos femeninos están en la base de sus preocupaciones. Ha declarado: «Me interesa particularmente tratar la violencia contra la mujer, su discriminación, porque considero que todavía hoy seguimos siendo víctimas. Sucede que es una violencia de una sutileza que a veces no percibimos». Mucho debe su fluida y amena prosa al humor y al absurdo, que utiliza para perfilar psicológicamente a sus personajes y las situaciones en que se debaten. Considera el humor «un arma muy eficaz» para decir cosas y llegar a lectores de diferente estrato. Afirma creer «en la función social del escritor», que con sus cuentos puede influir en la gente y hacerles pensar. Sus narraciones reflejan las batallas cotidianas de la mujer en Cuba, retratan la realidad en sus matices y contradicciones, al tiempo que traslucen la cubanía de la autora en su lenguaje y en el tono irreverente con que aborda las más disímiles situaciones. Y es que Laidi Fernández de Juan relativiza los conflictos desde el humor, con la sabiduría propia de su condición híbrida de mujer, madre, médico y artista.

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Rinconete sobre Eduardo del Llano

Rinconete > Literatura
Lunes, 29 de marzo de 2010


El humor cubano de Eduardo del Llano
Por Luis Rafael

Fundó el popular grupo humorístico Nos y Otros durante sus años de estudio en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en la década de los ochenta. Eduardo del Llano (Moscú, 1962), aunque nacido en Rusia se educó en Cuba, a cuya cultura aporta su mirada irónica y mordaz, su humor, que ayuda a la catarsis y a la reflexión sobre los problemas más encendidos de la sociedad.

Cursaba la licenciatura en Historia del Arte cuando decidió desandar los caminos de la comicidad en la interpretación de la realidad surreal, a veces marcada por el absurdo, de la Isla. Nació entonces Nos y Otros y un boletín que dibujaban a lápiz, antecedente de sus colaboraciones con publicaciones humorísticas nacionales como el semanario Dedeté. Pero las viñetas satíricas y los chistes fueron solo el inicio. Más adelante estuvo entre los gestores del Festival Humorístico Aquelarre y ganó sus premios en diversas ocasiones; escribió guiones de cine, obras teatrales, poemas, cuentos y novelas, cargando la mano en los elementos cómicos de la realidad cubana. Denuncia incongruencias del sistema político de la Isla y se enfrenta a los estereotipos, critica actuaciones y decisiones de la burocracia administrativa, ganándose admiradores y reprimendas de la oficialidad. En particular, su personaje álter ego Nicanor O´Donnell, que protagoniza varias de sus narraciones, desata huracanes de pasión, y no precisamente amorosa.

Basado en uno de los cuentos de Nicanor y aprovechando las nuevas tecnologías digitales, Del Llano produce de forma independiente el cortometraje Monte Rouge, que es interpretado como una sátira de la Seguridad del Estado y enseguida recibe el premio de la censura, como antes la película Alicia en el pueblo de las Maravillas (1991), de la que fue coguionista junto al director Daniel Díaz Torres. Pero Del Llano no cede a las presiones y continúa su labor creativa, tratando de jamás autocensurarse «de antemano», porque piensa que como artista no debe sentirse limitado por la censura, aun cuando reconozca que exista «en todos los lugares del mundo».

En sus relatos evidencia las contradicciones de una sociedad que se suponía a salvo de la crítica y sin embargo se crispa ante la risa. Los viajes de Nicanor afirman su humor inteligente y cuestionador. La clessidra di Nicanor (1997, Premio Italo Calvino 1998), Obstáculo (1997), Tres (2002) y Todo por un dólar (2006), dan cauces a su fértil creatividad iconoclasta, que deja huellas en libros para adultos y para niños (El elefantico verde, 1993), en obras teatrales, espectáculos, peñas y tertulias de que resulta ameno anfitrión y en filmes producidos por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas (ICAIC) o de forma independiente (Sex Machine Productions). Empeñado en demostrar que la realidad cubana tiene diversos matices y que el humor ayuda a entender nuestra historia, presente y futuro, Eduardo del Llano aporta su ingenio y su talento a la cultura de la Isla, donde reírse ha sido desde siempre útil para mejor pensar.

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